ACTIVIDADES
DE EXTENSIÓN DESARROLLADAS CON COMUNIDADES MBYÁ GUARANÍ DE LA PROVINCIA DE MISIONES.
A continuación, podrá leer el texto “Mientras el monte
nos cobije” de Virginia Bertotto (estudiante
de la Lic. En Antropología Social), producido a partir de las jornadas
desarrolladas en las comunidades Mbyá Guaraní de Caramelito e Itapirú, ubicadas
entre los Departamentos de San Pedro y Guaraní, Misiones. Las actividades fueron
dirigidas por las docentes del Depto de Antropología Social de la FHyCS -UNaM, Claudia
Pini y Graciela Correa, y están enmarcadas en el Proyecto de Extensión: “Antropología
Económica: El sistema económico y el
modo de producción en población Mbyá Guaraní de la Provincia de Misiones”.
Los encuentros se llevaron a cabo el 11 y 12 diciembre
del 2014 y participaron alrededor de cien integrantes de las comunidades Mbyá
Guaraní de Caramelito e Itapirú. Además,
veinticuatro estudiantes. Además, cabe destacar, que a partir de los resultados
alcanzados se prevé ampliación e
implementación de este proyecto de extensión
en otras comunidades Mbyá guaraní de la Provincia de Misiones,
incorporando en años venideros más alumnos
de la licenciatura en antropología social.
MIENTRAS EL MONTE NOS COBIJE
-Pensalo, nos conviene a todos, con esto viene el
progreso- dijo por tercera vez en esa tarde aquel hombre alto y con camisa
blanca que contrastaba impúdica con todo lo que habitaba a su alrededor.
Cantalicio lo miró por unos segundos con los ojos
tristes, cansados, casi vacíos para aquel que no los supiera interpretar.
Después desvió la mirada a quién sabe dónde, dejando a su interlocutor
exasperado por una respuesta concreta, ya sea negativa o positiva, pero una
palabra, algo. Eso era quizás lo que más lo molestaba, esa falta de respuesta
inmediata, esos reiterados e interminables silencios, cargados de cierta
tensión irresoluble que, estaba seguro, sólo lo atravesaban a él. ¿Cantalicio
lo estaba pensando? ¿O ni siquiera lo había escuchado? ¿Acaso le importaba? Parecía
no entender sobre todos los beneficios que su proyecto les traería, parecía no
entender nada, nunca.
El silencio
seguía siendo protagonista. Los mosquitos zumbaban alrededor del nuevo
visitante de la aldea y parecían disfrutar la ineficacia del movimiento
sistemático de sus manos que intentaban espantarlos, sin éxito alguno. En esa
tarde misionera de verano hacía calor como nunca, o como siempre. Los mbya de
la comunidad Ita Piruno se enteraban con esa exactitud moderna si al día
siguiente llovería, o haría dos grados más que esa tarde o si los vientos del
sudeste de Brasil chocarían con los del sur de Argentina, las siempre prolijas
y uniformadas jóvenes de los noticieros nunca se lo habían contado. Hasta
ahora.
“El progreso” pensó Cantalicio. ¿Qué era el
progreso? Que un montón de personas con la piel blanca y zapatillas grandes y
de colores disonantes vinieran a verlos. Que sacaran fotos, con cámaras
gigantes, que ellos jamás podrían ver, pensó. O se trataba de gente que venían
a buscar y admirar todo aquello que los diferenciaba de los demás y no lo que
los unía. Se rascó la cabeza despacio, como todos sus movimientos. Miró sus
pies descalzos, hace tiempo ya teñidos del rojo de la tierra. Se preguntó como
quedarían unas zapatillas de colores.
- Bueno… -
dijo el yuruá, el hombre blanco. Al hablar, en vez de romperse aquella
somnolencia que todo lo inundaba, pareció intensificarse, los árboles con su
verdor intenso parecieron inclinarse más para poder escuchar la conversación,
las mujeres sentadas a unos metros miraban expectantes y hasta el perro huesudo que había estado
rascándose frenéticamente durante toda la tarde cesó repentinamente y levantó
las orejas peladas.
-Bueno, lo dejo que lo piense, yo voy a pasar mañana
y arreglamos. Cantalicio no respondió
nada. Ambos se levantaron de los troncos deguapoy sobre los que estaban
sentados. Se pasaron la mano torpemente, ansiosos por dar fin a ese penoso
encuentro. El hombre se puso sus lentes negros y pasó la mano por su nuca
transpirada. Con pasos enérgicos
atravesó la aldea. Sus pasos se encontraron con los tevy, las pequeñas
viviendas aborígenes levantadas con barro
y hojas de pindó sobre el desnudo suelo. Sentía las miradas de los
guaraníes de la aldea; sin embargo, no habíarastros de algún juicio de valor en
su mirada, era más bien una mirada de ingenua curiosidad, que, de todas
maneras, lo hacía sentir incómodo, culpable. Quizás porque ahora el también
dudara de qué era lo correcto. Pero ya no quería pensar. Estaba todo arreglado.
Prontamente se harían las instalaciones para incorporar esta aldea a una ruta
turística, donde todos los que quisieran podrían visitarlos, y traería
beneficios, beneficios para todos, aunque ellos no los valoraran, aunque ellos
no los quisieran. Es sólo cuestión de tiempo, pensó.
La humedad del ambiente y el calor sofocante,
mezclados con la insatisfacción del infructuoso encuentro, hacían sentir su
cuerpo pesado, donde cada paso requería un esfuerzo sobrehumano.
El hombre de lentes negros y camisa blanca impúdica
subió a la camioneta con la que había llegado y Cantalicio deseó no tener que
volver a verlo.
Se quedó sentado bajo el viejo árbol deybirá puitá. Su
rostro, imberbe y juvenil a pesar de su avanzada edad, no llegaba a transmitir
su sentimiento de angustia. Se sintió inundado por el cansancio y la
resignación. Durante años se había mantenido itinerante entre las numerosas
aldeas mbya de la zona. Desaferrado de todo como el que bien sabe que nada le
pertenece, había buscado en cada una un lugar donde envejecer como lo habían
hecho sus ancestros. Sin embargo, una a una parecía sucumbir ante el dichoso
progreso. La aparición del dinero y la desaparición de los animales y plantas
que milenariamente los habían alimentado desencadenaron una serie de cambios
sin vuelta atrás. Las necesidades materiales que antes eran tan limitadas
parecían multiplicarse absurdamente hasta dejar dentro del cuerpo un sabor
amargo y de resentimiento. Las radios parecían nunca callar con sus canciones
brillantes que tan poco recordaban a la música que solo en ocasiones especiales
hacía vibrar al bosque enamorado de la simpleza de una guitarra monótona. Las
danzas y cantos, antes reservadas a específicos rituales, se repetían una y
otra vez a cambio de un par de monedas.
Paulatinamente, las artesanías, hechas de tacuaras y
güembepí dejaban de hacerse por tradición y se hacían solamente para
vender a los turistas, quienes
disfrutaban de poder a llevar a sus casas un pedacito de exotismo y etnicidad,
mientras esto no implicara un compromiso real con su situación.
Y sin embargo, pareciera que las comunidades que más
monedas recibían, más penurias pasaban. Los chicos tenían la panza redonda de
tanta harina y aceite, pero adentro no había nada que los alimentara de verdad.
En algunas aldeas, los vicios del alcohol parecían haberlos tomado por sorpresa
y corrompiéndolos poco a poco.
“Qué barbaridad, los tienen abandonados; ustedes
necesitan ayuda; todos miran para otro lado, acá hacen falta escuelas,
hospitales” decían algunos cuando los visitaban. “Tienen derecho a vivir como
ustedes quieren; nadie tiene que meterse; es su cultura” decían otros.
Ya anochecía. Cantalicio se acostó confiando en que
encontraría la respuesta en la calma de la aldea. Sin embargo, la calma del ambiente
no se correspondía con sus agitados sueños. El día parecía nunca querer llegar,
y las interminables horas de calor le asomaron la respuesta que definiría el
destino de la comunidad.
La camioneta del hombre de camisa blanca llegó a la
mañana siguiente. El cacique lo esperó sentado con una mirada resuelta. Ya
estaba decidido.
- Hola Cantalicio, le aviso que ya está todo listo,
si me dice que sí, la semana que viene, venimos con el arquitecto y la gente de
turismo.
Quedaron en silencio los dos, como intentando
predecir la respuesta del otro.
- No queremos. Nuestro pueblo no quiere venderse por
progreso. Nosotros vinimos hasta acá escapando del progreso. Lo que a ustedes
les da plata a nosotros nos deja hambre y tristeza. Vamos a seguir viviendo acá
como hace tantos años, mientras el monte nos deje. Así que no vamos a hacer el
trato, ni ahora, ni nunca.
El hombre se quedó en silencio. Era la primera aldea
en la que obtenía una respuesta negativa. Se debatía entre el enojo y la
admiración que le causó la respuesta del
cacique. Ofuscado por la inesperada reacción, el hombre balbuceó unas palabras
como piénselo, mire que…, nos va a convenir a todos, pero probablemente ni él
mismo confiaba en su poder de convencimiento.
Cuando ya no quedaron más palabras que decir, el
visitante se fue, dejando a Cantalicio fatigado por la difícil decisión que
tuvo que tomar por el bien de su aldea. Sabía que ésta no iba a ser la última
vez que lo viera, pero al menos ahora estaba seguro de lo que quería para su
gente, y dispuesto a luchar por ello.